FACUNDO, "EL FINAL" 


 

 

 

                                                                                Por Rolando Carmona

 

 

 

        A modo de fundamentos de este escrito

 

 

Para quienes nacimos y vivimos en este departamento, y de cierta forma tuvimos la merced de recibir un grado mínimo de formación cultural, implica de modo ineludible, casi una obligación, bucear nuestra historia local y abordar la figura de Juan Facundo Quiroga.

El acervo de la historiografía argentina atesora abundante información concerniente al asesinato de Quiroga en Barranca Yaco. Los episodios que precedieron el fatal desenlace del caudillo riojano son relatados por  historiadores y literatos con una marcada similitud.

Facundo inicia el derrotero de su muerte el 22 de diciembre de 1834, cuando el gobernador interino de Buenos Aires, decide enviar  al caudillo hacia el norte del país para solucionar un problema que se había generado entre los gobernadores de las provincias de Salta y Tucumán.

Quiroga, no esgrimió excusa alguna, a pesar del fuerte mal de reuma que lo aquejaba, a sabiendas que debía trasladarse en carruaje por varios días por las escabrosas carreteras del norte argentino.

El hombre de espesas patillas haciendo gala de su brío, el más de la veces impredecible, rechaza el acompañamiento de escoltas y emprende su marcha de modo inusitado y con la velocidad que guarda parangón con una saeta.

Cuando  se presenta en el lugar del conflicto, éste ya había terminado, tal vez jamás existió. Lo cierto es que Quiroga aprovecha su estada para convencer a los norteños de la necesidad de una constitución con el fin de consolidar la organización nacional.

El 13 de febrero inicia su camino de regreso y al encuentro de su muerte. A pesar de los anuncios, Facundo rechaza una y otra vez desviarse del camino y la presencia de escoltas.

Ojo de Agua fue la última posta que el provinciano traspuso con vida, también allí recibió la última advertencia de su inminente asesinato, al llegar a las inmediaciones de Barranca Yaco, sus enemigos lo rodean y logran su cometido.

Ahora, sería propicio tratar de instalarse por unos instantes en la mente de Facundo y ensayar cuál fue su pensamiento final, cómo vivió los últimos momentos de su vida, qué  infalible obsesión lo llevó a desafiar la muerte a quien también intentó vencer. Porque a decir verdad ¿qué persona encuadrado en sus cabales normales va en busca de su muerte tantas veces anunciada? acaso no quiso defraudarse así mismo y a quienes habían edificado de él la imagen de un héroe. Había encarnado tantos actos heroicos, incluso cuando todos lo creían vencido, que uno más era casi una obligación, un acto formal en sus dilatadas contingencias.

¿Cuál fue el perfil de Quiroga? ¿Actuó en su último viaje del modo menos  pensado? o ¿simplemente se condujo conforme a sus principios y códigos?

      Acaso la llave del enigma estuvo en la defensa de su honor. El caudillo riojano miraba su persona no con sus propios ojos sino con los ojos de los demás. Había conquistado un lugar preponderante, incluso desde donde podía tutelar los destinos de la Argentina. Sus ansias de poder se encasillaron en la razón eterna: ocupar un lugar  superior a los otros. Alcanzar  este logro le conllevó una dura lucha con quienes aspiraban a ocupar la misma posición.  Facundo quería certificar su hegemonía, su gloria. Para ello necesitaba la convalidación de los terceros, que habían hecho hasta ese momento el papel de espectadores y eran quienes en definitiva debían edificar su fama.

 Ahora bien ¿Puede un hombre entregar su vida para conservar la popularidad de su coraje? ¿Es concebible esta conducta exacerbada del honor?

 

No es mi objeto volver sobre los pormenores de la historia en el siguiente híbrido. La intención es recrear el paisaje con sus actores relatando los últimos momentos de un riojano que hizo gala de su brío y finalmente ejecutado por acción y obra de la perfidia.

 

*  *  *

Febrero de 1835, la  canícula santiagueña se torna insoportable, empero la  galera  tirada por sudorosos caballos se desplaza presurosa y deja una estela de polvo que rápidamente se instala en los montes aledaños al camino, configurando un paisaje árido, reseco y hostil.

En el interior se transporta el hombre de piel cetrina, espesas patillas cortan su rostro de menor a mayor alcanzando la comisura de ambos labios y un manto de pelos negros y ensortijados rematan su fisonomía. A menudo observa el paisaje mientras se queja de sus huesos que le impiden cabalgar, otrora  montado en su moro devoraba leguas cortando caminos y atravesando llanuras de lado a lado. Mira fijamente los algarrobales estoicos que emergen a cada instante “ellos resisten todo” piensa y con nostalgia recuerda los que crecieron junto a él, allá en los llanos de San Antonio, la antigua comarca donde pasó su juventud. Cada pedazo de tierra le resulta familiar, conoce palmo a palmo las enmarañadas y desérticas sabanas de las provincias del norte, fruto de los años de arrias  junto a su padre.

El carruaje franquea varios caseríos,  lugares en los que su reputación de hombre fuerte despierta respeto y curiosidad en los residentes puesteros, algunos se animan:

        No es necesario contar con una escolta mi general.

 –Caballos –contesta con parquedad e indiferencia – sólo necesito renovar los caballos para continuar la marcha-.

–Pero se avisten malos presagios a su paso.

Nimiedades –dice- el país después de esta misión está tranquilo y dominado.

 

Extiende su viaje calmoso, cuando se aleja de cada posada, algunos de sus acompañantes se retrasan y se adelantan con estrategia. El tiempo transcurre con celeridad, la mitad del mes ya quedó atrás. Se reacomoda con dificultad en el sillón posterior del carruaje “Maldito reuma que hiere mis huesos”, dice para adentro. No debe reflejar nunca debilidad ni vacilación a pesar de cualquier circunstancia adversa.

De pronto, el postillón que guía la galera divisa a la distancia la figura de un jinete cuya estampa crece hasta dar alcance al carro, advierte que trae consigo y de tiro, una monta vacía. Cuando estuvo a tiro, con voz preocupada reclama la presencia del doctor  Ortiz.

El asistente del hombre más trascendente de la partida, indica con un gesto austero la detención del vehículo al chofer, se desprende trabajosamente de la portezuela  y se arrima al hombre montado registrando su voz y fisonomía.

-¡Señor!, -expresa el mensajero con voz excitada- después de Ojo de Agua los aguardan una treintena de hombres, la orden es acabar con todos, disponga Ud. de la monta vacía y escólteme.

Fiel a su jefe, el secretario rechaza la propuesta, pero de inmediato advierte a su superior acerca de la situación, mientras un extraño recelo lo domina de súbito.

– La misión pierde su espíritu, ahora es una travesía con un desenlace incierto para el contingente. Empero al general le atrae el peligro, ama los desafíos donde pone en juego su existencia.

El silencio se apodera de la partida desde ese instante, ¿se debe continuar con la marcha? Hay una especie de alivió cuando arriban a Ojo de Agua.

La estada en esta última posta santiagueña es un tormento para quienes integran la menguada expedición. El asistente entiende con perfección el afán del general por proseguir su marcha a pesar de los anuncios. Sabe que es un hombre de principios sólidos y no va a recular aunque más no sea por una estrategia huidiza. Es un producto genuino del romanticismo riojano, un ser original y egocéntrico que no está sujeto a otros cánones ni reglas que  los que les dicta su conciencia de hombre llanisto y provinciano. Desviarse del camino representa un deshonor para su investidura de hombre reconocido y respetado en el país. Acaso cree en el hado, esa suerte de tabique circular y sin dobleces que conduce a un abismo sin límite,  caer en él no es más que entregarse a sus designios… y que los hechos se acerquen a su fin.

El alba rompe en seguida.

Los enseres del viaje son arreglados prolijamente por el postillón de la galera. Un par de armas recién aceitadas se instalan en la parte ulterior del carruaje. Cada actividad se realiza con parsimonia y en silencio, sólo puede escucharse el tropel de las patas de los animales que golpean inquietas sobre las grietosas tierras del patio de la posta. Cada integrante mira el amanecer claroscuro, se afanan en comparar este momento con el de mañana, añoran pisar tierra firme que les asegure su existencia.

Cuando  la reducida  tropa estuvo dispuesta asciende el hombre de patillas espesas sin mediar palabra. La única novedad del transporte es la incorporación de un chicuelo vinculado a un hombre del grupo, también la de un correísta. 

         

 

 

                            

                                          

 Cuando ingresan a tierras cordobesas comienza a meditar los anuncios, se inquieta,  pero su pundonor es más fuerte. – No van a poder conmigo –especula, -tal vez se atrevan pero a mi sola presencia se pondrán a mis órdenes.

 -Ortiz, -vociferó el general- ¿mandó aceitar las armas?

-En efecto mi general, sus órdenes fueron cumplidas- responde el secretario y un          escalofrió le atraviesa  todo el cuerpo a pesar de la canícula, ahora cordobesa.

A ese breve diálogo reduce las prevenciones que toma para aquietar la intuición del peligro que le dicta su alma desde adentro.

Las sombras de los árboles y del transporte comienzan una lenta inclinación hasta alcanzar una posición netamente vertical, síntoma de que el sol ordena el mediodía. El calor es abrasador, hacia ambos flancos reverbera el paisaje, los animales empapan las cinchas y los aperos,  los hombres llevan los ojos enrojecidos pero esto no es óbice para detener la marcha.

Se aproximan a la  primera posta cordobesa, acto que finalmente no se concreta. Los sicarios aparecen de todos los flancos y de inmediato cercan al carruaje. Visten ponchos azules y portan tercerolas, ese género de armas recortadas, además de urgentes sables desenvainados cuyo brillo corta hasta el aire del mediodía tórrido y febril. El postillón es el primero en cargar con el rojo candente de las balas que exhalan las armas mientras una sangre bruna aflora a borbotones y se dispersa por todo su cuerpo.

El general se asoma a la ventanilla de la galera. Desprevenido y azorado observa escenas de irascibles y cobardes ataques en contra de una partida varias veces inferior en hombres y en armas. Interroga con premura:

-¿Quién responde en esta partida?, son en esencia sus últimas palabras.

El que comanda la otra misión tantas veces anunciada, no se atreve a esbozar siquiera un gesto, un vocablo. Actúa por instinto, su cuerpo de destacada talla, emerge del furioso animal que monta. Está preso de escrúpulos que se esconden detrás de una barba lóbrega y rizada que le devora la cara. Su respuesta es la certera andanada de plomos sobre la humanidad del general, quien  se desploma  exánime y sangriento sobre el asiento de la galera.

En pocos instantes,  esta misión ha sido cumplida con creces.

Es de noche ya,  una tormenta bravía de verano, con estrepitosos truenos cimbran la tierra, antes son anunciados en el firmamento por resplandecientes relámpagos azulinos. Las crespas aguas corren espumosas y se escabullen por su cauce, luego, los infaltables vientos desplazan las nubes desnudando el cielo y dando lugar al titilar de las estrellas.

 

Al siguiente día hallan los cuerpos de la infortunada partida.

Como un tigre en persecución de su presa, la noticia corre, por cada posada, hasta llegar a la ciudad más próxima. El Arzobispo de Córdoba escribe en el registro oficial: “habiendo tenido la infausta noticia que el general ha sido muerto a distancia de 18 leguas poco más o menos de esta Capital, he determinado que su cuerpo sea conducido a esta para enterrarlo con la pompa y funerales que correspondan a su alta categoría; a cuyo efecto se tendría a bien ordenar concurran los Canónigos, todo el clero secular y regular,...previniendo que su entierro deberá ser en la Iglesia Catedral”.

Un año más tarde, se trasladan los restos del general a  la metrópoli, una muchedumbre observa impávida la apoteótica llegada de la carroza punzó. El cortejo se desplaza lentamente por las calles de Buenos Aires. El mutismo preside su paso, sólo se perciben algunos bisbiseos y los pies torpes contra el empedrado de la multitud partícipe de la marcha.

 

Acompañado por una doble hilera de tropas regulares, marcha el carruaje. Encabezan el séquito el gobernador de la provincia, seguido por los hijos y la mujer del difunto, luego los escoltan militares, hombres del clero, servidores de la justicia y funcionarios del Estado.

Las banderas permanecen a media asta, así lo dispuso el gobernador, como si esos anodinos gestos justificaran los inescrupulosos planes para trasladar desde la abstracción hacia un hecho real, una muerte fríamente deliberada.